En esta sección cada día es posible encontrar una reflexión sobre el Evangelio del Día.

Miércoles 14 Agosto 2019

Decimonovena semana del Tiempo Ordinario

Palabra del día
Evangelio de Mateo 18,21 - 19,1

Indignación

Hay una maldad que es superior a cualquier otra maldad, hay una dureza del alma que es superior a cualquier otra dureza, hay un pecado que es superior a cualquier otro pecado, hay una violencia que es superior a cualquier otra violencia. Nada enciende la indignación divina como esta terrible y aberrante y absolutamente estúpida actitud mental y espiritual. Es la manera más perfecta de blasfemar a Dios y a su Santo Nombre, es burlarse de su majestad, enfangar en el estiércol su gloria, escupir veneno en cara a su omnipotencia. Es rascar fuera a la fuerza, con las propias manos, el propio nombre del libro de la Vida, para siempre. Es meterse en contra de todo y de todos, es hacerse enemigas las fuerzas del universo visible y de aquello invisible. Cuando Satanás logra instigar una mente y un corazón a portarse de esta manera, cumple su suprema y total victoria, es la manera con la cual logra transformar un hijo de Dios en hijo suyo, lo inerva genéticamente de su esencia.
Jesús expresa esta actitud mental y espiritual diciendo literalmente: ¿No tenías tu también que misericordiar a tu compañero, así como yo he misericordiado a vos? He aquí, este es el mal, el verdadero mal del mundo, el mal que mata el corazón, masacra las relaciones humanas y enciende la indignación de Dios, de los ángeles, de la creación. Pedir a Dios piedad e implorar misericordia, es más, implorar de ser misericordiados - como dice el evangelio - y recibir como pronta respuesta, del corazón de Dios, el amor y la compasión, mejor dicho, la condonación total para nuestros enormes errores y pecados, e, inmediatamente después, no donar piedad, no ofrecer perdón y misericordia a nuestros compañeros de viaje por sus faltas, errores, pecados hacia nosotros, he aquí, este es el mal verdadero y supremo que enciende la indignación de Dios.
Este es el mal que está más allá de todo mal. Este es el mal que constriñe Jesús a revelarnos la verdad más dura y triste, peligrosa y terrible de todo su decir: ¡Miserable! Me suplicaste, y te perdoné la deuda. ¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecí de ti?". E indignado, el rey lo entregó en manos de los verdugos hasta que pagara todo lo que debía. Lo mismo hará también mi Padre celestial con ustedes, si no perdonan de corazón a sus hermanos.
Quien cumple este mal, reúna todas sus fuerzas, se prepare a devolver, a devolver todo, pero precisamente todo, hasta el último céntimo, primero al universo, después a la vida y por último a Dios, de lo que ha hecho faltar y ha quitado al amor, a la gracia, a la belleza, a la luz, a la verdad. Y los hombres no saben, efectivamente no saben qué signifique y conlleve esto, de lo contrario consumirían las rodillas para pedir de ser misericordiados por Dios y consumirían los abrazos para misericordiar los propios compañeros de viaje.
Una cosa es absoluta y cierta, y lo subraya perfectamente el relato evangélico: aquello del cual somos deudores a Dios, a su amor, es, de manera incalculable, infinitamente superior a cualquier deuda que nuestros hermanos puedan haber contraído con nosotros. No hay proporción que se pueda mencionar y calcular. Pedir a Dios el perdón y recibirlo, ser desadeudados de todo el mal cumplido y, en el mismo instante, condenar los hermanos, criticar, calumniar, juzgar nuestros compañeros de vida terrena por las ofensas y las heridas que nos han ocasionado, nos vuelve estúpidos: es renegar a Dios, a su paternidad y a su amor para siempre, es implorar a Satanás que nos regenere como hijos suyos. Quizás es por esto que grandes figuras de la historia bíblica, grandes profetas y guías del pueblo, han sido elegidos por Dios entre grandes pecadores e incluso entre asesinos. Moisés y Pablo de Tarso son un ejemplo: el Padre celestial sabía que haber condonado así tanta deuda a estos hombres, que después hubieran debido servirlo, guiando su pueblo, los hubiera vuelto muy sabios, humildes, compasivos e infinitamente, infinitamente pacientes con su pueblo, más allá de todo límite humano, si no siempre por amor, por lo menos por honestidad intelectual. Para semejantes hombres, que a su vez habían sido tanto amados y perdonados, ningún pecado y traición del pueblo, ningún fastidio infligido por la gente hubiera sido demasiado grande para hacerles perder la paciencia y la predilección, y sobre todo para asegurarse de no tener nunca que recibir las palabras llenas de indignación del Padre: ¡Miserable! Me suplicaste, y te perdoné la deuda. ¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecí de ti?". E indignado, el rey lo entregó en manos de los verdugos hasta que pagara todo lo que debía. Lo mismo hará también mi Padre celestial con ustedes, si no perdonan de corazón a sus hermanos.