En esta sección cada día es posible encontrar una reflexión sobre el Evangelio del Día.

Domingo 29 Noviembre 2020

Primer Domingo de Adviento – Ciclo B

Palabra del día
Evangelio de Marcos 13,33-37

¡Quédense despiertos!

Hay algo que no está bien.
En nuestro modo de vivir, hay algo que verdaderamente no está bien. Debe ser también algo particularmente peligroso para nuestra salud interna y externa si consideramos el estado de compresión y de tensión en el que vivimos.
En medio a las necesidades, las exigencias, los condicionamientos en los cuales vive un hombre, ¿de qué depende realmente su modo de vivir y de interactuar con la vida y con sus semejantes? El modo de vivir de una persona depende absolutamente y completamente de como cree, de cuanto cree y en que cosa cree profundamente. Todo en una persona depende de esto. Esta es una ley dominante.
La estructura mental y caracterial de una persona - con el tiempo hasta su estructura física, su modo de actuar y de elegir - depende de un núcleo central portante. Cada hombre está dotado de una “zona” receptiva sagrada casi inviolable desde el externo, un “lugar” de toma de decisiones entre mente y alma donde la persona decide de modo consciente o menos en que creer y cuanto profundamente creerlo. Lev en hebreo es este corazón decisorio. Átomos, moléculas, células, tejidos, órganos y aparatos físicos y síquicos, todo obedece a nuestro lev. Ciertamente, un peso importante en nuestra vida lo tienen el ambiente, los condicionamientos, pero al final todo “gira” como gira nuestro lev. Es el centro operativo del hombre. El corazón puede ser fuente de vida si se decide por Dios, fuente de muerte si confía sólo en sí mismo. Si un hombre es receptivo, perceptivo, abierto con respecto a Dios, tiene el lev despierto, de otra manera tiene el lev dormido y un corazón dormido no está durmiendo, está muerto.
¿A qué debe estar abierto y receptivo el corazón? ¿En qué necesitamos creer?
Nadie puede responder a esto por ti, nadie. Y es inútil responder a esta pregunta con palabras. Aquello en lo cual creemos verdaderamente en nuestro corazón se demuestra potente e inequívoco en el como vivimos, en lo que elegimos, en las acciones, en los pensamientos, en el tono de voz, en los gestos. Es inevitable.
No son las palabras que pueden decir en que cree nuestro corazón, es el corazón que dice a nuestras palabras en que creemos.
¿Y nuestra vida que dice?
Dice que nosotros creemos, a menudo, al revés. Creemos sí, pero creemos que nosotros somos dios. Es así que, en el mismo instante en el cual decimos de creer en Dios, vivimos, construimos, pensamos y organizamos la vida separados de Él como si Dios no existiera.
Nosotros creemos al contrario, al revés. Es como creer que el sol esté atado a la sombra, y que la sombra, en su curiosa y gustosa presencia, pueda decir al sol: vete, sepárate de mi, no soporto más el tenerte cerca, sin inmediatamente hacer desaparecer a sí misma y a los ojos de la vida.
En Ley sagrada aquello que del hombre es mortal, y bajo el dominio del sueño de la muerte, se define como basar, carne, delineando toda su determinación a la caducidad y a la descomposición. En Ley sagrada en verdad no hay una distinción filosófica y moral tan acentuada entre bueno y malo, entre correcto y equivocado. Simplemente la distinción es entre aquello que es mortal y aquello que es vital. No hay una realidad terrestre de naturaleza malvada, y una realidad angelical de naturaleza buena. Aquello que está lejos de Dios, aquello que se separa de Dios, es ya basar, muerto, mortal, no vital, sea esta criatura visible o invisible, ángel u hombre.
Nosotros creemos al contrario, creemos al revés, tenemos más temor y respeto a las leyes humanas que a las de Dios, nos maravillamos más por la ciencia que por la creación, nos impresionan más los éxitos humanos que el poder de la naturaleza, aplaudimos a los hombres y damos a ellos más gloria de aquella que damos al rostro de Dios y a su omnipotencia. Nos atemoriza más el pensamiento de ser dejados por una persona querida que el pensamiento de ser abandonados por la luz de Dios. Enseñamos por siglos cosas de hombres, pensamientos de hombres, lógica de hombres, dejando de lado alegremente el conocer los pensamientos, las palabras, la sapiencia de Dios, las leyes que Él ha escrito en la existencia.
Nos quedamos en conflicto con nosotros mismos por décadas para lograr abandonar una casa, la familia de origen, las costumbres y la mentalidad que hemos adquirido, pero no pensamos ni un segundo en abandonar a Dios Padre y su vía, la dimensión del Espíritu. Somos capaces de sacrificios imposibles para ganar alguna décima de segundo en una competencia, para mantenernos en forma, pero no de igual manera para luchar contra la injusticia en nombre del amor de Dios.
Nos reunimos para los desfiles de moda, los partidos de fútbol, pero no nos reunimos con igual despliegue de fuerzas y de entusiasmo para cantar y magnificar el nombre de Dios. Los medios de comunicación nos remiten los acontecimientos de los hombres, el mal que se hacen cada día, pero no nos relatan nunca aquello que Dios hace por nosotros cada día, es más, cada segundo. En millones nos reunimos en las plazas para honorar y escuchar a políticos y reyes, magos y bufones, pero el sol que Dios hace surgir cada día no recibe la misma atención y honor, ni recibe el canto de los pueblos, ni su reverencia devota, la majestuosidad de Aquél que todo lo ha creado.
Somos más felices si nuestro hijo piensa como nosotros en vez de pensar según el corazón de Dios. Nos da más seguridad nuestro seguro, que la certeza de la protección de Dios. Nos da más tranquilidad la cuenta bancaria que la providencia de Dios.
Nosotros creemos sí, pero creemos ser dios. Esto es incorrecto y muy peligroso sea para quien dice de creer en Dios que para quien afirma de no creer. Esta vida es una cosa grande, muy grande. Jesús lo narra con una parábola.
Será como un hombre que se va de viaje, deja su casa al cuidado de sus servidores, asigna a cada uno su tarea, y recomienda al portero que permanezca en vela.
El padre nos ha confiado sus bienes, sus riquezas inmensas, espléndidos y maravillosos tesoros, nos ha confiado su casa. Ha confiado a cada uno de los hombres un encargo particular y único. A pensarlo pausadamente dan escalofríos, nadie ha nacido por casualidad. A cada uno, en el tiempo, en el periodo, en el contexto, con dones y capacidades, Dios ha dado vida para un encargo, una tarea, una llamada, aún en medio a condicionamientos, persecuciones y cruces cotidianas.
Recomienda al portero que permanezca en vela. La iglesia, la comunidad de creyentes, tiene por mandato de Dios la tarea de velar, de estar despierta para defender a la humanidad dispersa y confundida. El Padre ha recomendado a la comunidad de creyentes el hacer de portero de la historia, centinela de los pueblos, para impedir al Maligno el entrar y salir a su gusto.
Estén prevenidos, entonces, porque no saben cuándo llegará el dueño de casa, si al atardecer, a medianoche, al canto del gallo o por la mañana. El dueño de casa regresará, nadie sabe cuando, pero regresará y tendríamos que pensarlo más a menudo para crecer un poco en la conciencia de que cosa es la aventura de la vida.
Estén prevenidos... no sea que llegue de improviso y los encuentre dormidos. Los creyentes en Cristo no pueden quedarse dormidos, no pueden renunciar a su tarea de ser centinelas de la historia, no pueden callar frente al mal y a las injusticias, no pueden quedarse dormidos entre almohadas de cómodos privilegios y tranquilizantes acuerdos.
Y esto que les digo a ustedes, lo digo a todos: "¡Estén prevenidos!". Jesús es claro en este propósito: Y esto que les digo a ustedes, lo digo a todos: "¡Estén prevenidos!". La tarea de velar, de no quedarnos dormidos en las comodidades, en el prestigio, en el mutismo de la ley del silencio, es una recomendación para todos, precisamente para todos aquellos que creen en la vida.
Para estar prevenidos es necesario rezar sin cansarnos jamás. La oración vuelve sabios, el silencio delante de Dios "despierta" la mente y la refuerza más que cualquier otra cosa en el mundo, afina el corazón a reconocer el amor.