En esta sección cada día es posible encontrar una reflexión sobre el Evangelio del Día.

Viernes 6 Agosto 2021

La transfiguración del Señor

Palabra del día
Evangelio de Marcos 9,2-10

Se transifguró

Se alza solitario sobre la llanura, cubierto de verde, por seiscientos sesenta metros de altura. Situado en la extremidad de la llanura de Esdrelón aproximadamente a veinte kilómetros al suroeste del lago de Tiberíades y en línea recta a siete kilómetros al suroeste de Nazaret: es el monte Tabor.
Seiscientos sesenta metros de altura para relatar y mostrar al mundo entero un fragmento, una grieta, una rendija de la belleza de Dios. Una belleza trastornante para la mente, casi insoportable para el corazón, imposible de mirar para los ojos, que atemoriza el alma. La belleza de la cual somos parte y semejanza, de la cual éramos parte antes de obstinarnos a tocar el árbol de la Vida, la belleza que hemos perdido por el camino, en la búsqueda desesperada de otros caminos. La belleza divina de nuestro ser celestial, de nuestro corazón hijo de Dios, que hemos transfigurado en rencor, tristeza, miedo, tinieblas y miseria.
La transfiguración, la primera verdadera terrible transfiguración la hemos cumplido nosotros. De seres bellísimos creados a imagen y semejanza de Dios, de amados hijos de Dios, hemos querido transfigurarnos en pequeñas desenfrenadas divinidades. Nos hemos desvinculado desenfrenadamente de Dios nuestro Padre para dejarnos engullir del orgullo y del miedo.
Nos hemos transfigurado en una estirpe de parásitos, nos hemos acostumbrado y nos hemos dejado acostumbrar a lo feo, a la mentira, a la estupidez, a la pasividad, a la esclavitud. Nos hemos transfigurado en improvisados dueños del mundo, balante rebaño de obsesionados por el éxito y la gloria. Arrastrados a nacer y morir en aberrantes habitáculos y estructuras sociales, nocivas y malsanas, estrechas y dañinas, como rehenes de los cuales ninguno pide más rescate ni liberación.
Hemos transfigurado la Palabra de Dios en constituciones construidas para garantizar todo posible poseso a los ricos, toda posible renuncia a los pobres. Inseguros y obsesionados de las cosas y del dinero, no somos capaces de cuidarnos a nosotros mismos, de orientarnos en un bosque, de reconocer una baya, de encender un fuego, de vivir con los animales. Generaciones de ciegos, sin visión alguna, oprimidos por la obsesión del control y del poseso, infinitamente celosos de nuestra nada. Nos hemos trasformado en dioses, en divinidades grotescas, en prepotentes con los pequeños, miedosos con los poderosos, enanos espirituales, grotescos utensilios en manos de los poderosos de la tierra, extenuados en las fuerzas, apagados en el alma.
Nos hemos dejado transfigurar completamente dentro y fuera.
Hemos transfigurado en competiciones, conflicto y rencor la capacidad de amar y de ser amados. Creemos que amamos y no sabemos amar ni siquiera a nosotros mismos, no sabemos ni siquiera qué es amar y tener relaciones serenas y bellas, gratificantes y enriquecedoras. Hemos transfigurado la vida de pareja en un contrato a tiempo, en una división o un compartir de bienes, en una separación de la unidad y de la belleza, del gozo. Hemos transfigurado el gozo en placer efímero, la pasión en frenético intercambio de calor humano, el entusiasmo en adaptación competitiva. Hemos transfigurado la liberadora y potentísima fe en Dios en ideologías epistémicas que encadenan, oscura religiosidad, hechizos y magia, transformando el sentido de la vida en un destino administrado por las estrellas y por las cartas, la providencia divina en casualidad y miedo, la presencia de Dios en la historia en una fábula para tontos. Transfiguramos los ojos, cambiamos la nariz y el rostro, tatuajes en la piel. Hemos desbaratado la belleza de la tierra, anulado la potencialidad de los alimentos, desvalorizado el trabajo, maltratado la piel, anulado el espíritu.
Hemos transfigurado el conocer en cultura, la Palabra en literatura, la oración en poesía, el conocimiento en escuela, el juego en deporte, el trabajo en esclavitud. Hemos transfigurado las palabras de Jesús en documentos y reflexiones, los sacramentos en compromisos sociales, la liturgia en provocaciones grotescas y vergonzosas.
Hemos dejado transfigurar la belleza de la vida en un delirio de omnipotencia, la política en una asociación de mala vida y homicida, hemos dejado que la justicia se transfigurara en el arma más potente en manos de los poderosos contra los pobres y los pequeños. Hemos olvidado la belleza del hombre y de la mujer, de los árboles y de los animales, del agua y del sol.
Se puede dejar pasar que hemos rechazado la bondad y la justicia, arrojado fuera de nosotros la fe y la espiritualidad, se puede dejar pasar que hemos rechazado y maldecido nuestro ser interior, pero ¿cómo hemos hecho para renegar y arrojar fuera de nosotros la belleza? La belleza no, no debíamos hacerlo. La belleza es evidente, no es demostrable, es empírica. Blasfemar la belleza de Dios, de la creación, del hombre es blasfemar la evidencia, el Espíritu Santo.
Hemos renegado la belleza y la gracia por doquier. En nombre del dinero masacramos sin pestañear, por todas partes, hombres, mujeres y niños. En nombre del dinero no hay animal que, si es considerado motivo de ganancia económica, pueda aún sentirse al seguro. Masacramos especies enteras y después, llegados a los últimos ejemplares, pidiendo dinero una vez más y haciéndonos montañas de publicidad, vamos a salvarlos. El dinero se ha vuelto nuestro corazón pulsante, nuestro propósito en la vida, nuestra pasión, nuestra justicia, nuestra medicina, nuestra muerte. El dinero ha transfigurado ríos en diques, bosques en desiertos, océanos en almacén de estiércol, glaciares en arena. En nombre del dinero transfiguramos nuestros hijos en maniquís para la moda, trofeos sociales en el deporte, animales de filmación para el zoológico televisivo, esclavos oportunistas para la política, adiestrados petulantes para la cultura. No nos parece bien nada de lo que ha sido creado ni el cómo ha sido creado. No nos parece bien los tiempos de la luz del sol, las estaciones, el clima.
Hemos transfigurado la agricultura, la caza, la pesca, la siembra, la cosecha. Transfiguramos las razas de animales, los flancos de las montañas, los horizontes de las llanuras, el tramo de los ríos, los cielos estrellados, el blanco de las nubes. Hemos transfigurado el rostro de la tierra, el rostro del mar, el rostro del hombre, nuestro rostro. Hemos perdido la belleza dentro y fuera, y ninguno, ni siquiera el dinero, nos la puede devolver.
Solo la Belleza, Espíritu Santo Madre belleza, el Señor de la luz y de todo esplendor nos puede devolver la belleza que hemos desechado. Pero se necesitarán lágrimas, tantas lágrimas, llantos desconsolados de locura y dolor, soledad y miedo, enfermedad y muerte.
Se necesitarán aún llanto a ríos, sangre a ríos, pero un día nosotros hombres, muchos hombres, mujeres y niños, jóvenes y viejos subiremos a la cima de un monte para mirar en silencio lo que hemos hecho durante nuestra hipnosis de omnipotencia.
Se necesitarán aún tiempos y generaciones, pero un día los hombres, guiados por pocos hombres, Pedro, Santiago y Juan, subirán al monte. Pedro, la comunidad constituida y unida, Santiago, la pasión y la determinación por la verdad y la justicia hasta la muerte, Juan, el amante de Dios, la dulzura y la profundidad del Espíritu en la intuición profética del amor, llevarán al hombre a la cima del monte, y en la cima de aquel monte se detendrá a mirar el mundo desde lo alto y a sí mismo de cerca. En la cima de aquel monte, mirando la belleza traicionada, las manos se elevarán para cubrir la cara y comenzará un llanto, el llanto de la humanidad. Un llanto amargo y desconsoladísimo, y ya no un llanto de rabia y miedo, sino un llanto siempre más abierto, incontrolable, liberador, un llanto hecho de millones de ojos, de millones de corazones, un llanto que vuelve ciegos por las lágrimas, ciegos de lágrimas por el tiempo útil para volverse finalmente videntes en el alma.
Se necesitarán llantos y lágrimas para implorar de Dios y de las venas de la tierra aún belleza y gracia, armonía y luz, y lo haremos desde aquel monte. El monte Tabor le ha parecido un buen lugar a Jesús. El lugar mejor para mostrar que la belleza existe todavía, que el esplendor del corazón y de la persona es posible en Él y por Él. Es el monte de la transfiguración, el monte del llanto que se abre a la sonrisa, de la confusión que se vuelve visión de luz, el monte donde la luz conmueve y convierte más que toda ley y convicción, donde la belleza vuelve a cantar nostalgias infinitas y cantos que todo sanan y curan. La belleza desasirá los corazones, será la belleza de Dios Padre, del Dios Hijo, del Dios Espíritu Consolador y Defensor que disolverá cada miedo y duda, cada obstinación y orgullo.
Después de la terrible y tan obstinada transfiguración impuesta por el hombre al mundo y a los hijos de Dios, Jesús repropone su Transfiguración, su belleza para el regreso a la belleza, al esplendor de la vida de Dios y en Dios. Jesús nos abre una posibilidad, nos muestra realmente una estupefaciente oportunidad, él mismo en su esplendor, al menos en lo que nuestros ojos pueden soportar. Nos muestra quien es Él, y quienes podemos ser nosotros en Él y con Él.
En el Jordán, Juan sumergía al pueblo en el agua para sumergirlo en Dios, sobre el Tabor Jesús a través de la Transfiguración cumple el bautismo de la luz, una sumersión de la gente y de los creyentes en el esplendor de su belleza y de su luz. Bautizo de la luz que es sumersión purificadora en la luz y en la misericordia de Dios. A este punto se puede al menos intuir que no hay nada más purificador y sanador para el hombre que la Transfiguración. La fiesta de la Transfiguración tendría que ser la fiesta de la purificación, del perdón, del regreso a casa, la fiesta de la paz por excelencia. Jesús con su misericordia nos libera del pecado, de la muerte, de los gusanos del mal, pero nos libera aún más con la nostalgia y con el contagio de su belleza y de su esplendor. Será la bondad de Jesús, su mansedumbre, lo que impresionará de todas maneras a quien lo golpeará en los días de la pasión, pero más que nada, lo que golpeará los ojos y el corazón, será toda aquella gracia de movimientos encadenada, aquella belleza del rostro y de los ojos sangrientos, aquella innegable armonía de la voz y del gesto, de la mirada y de las manos.
Cierto que Jesús ha dado vida, luz y fuerza a su iglesia naciente con su Palabra y su Espíritu, pero ninguno nunca nos dirá cuanta fuerza, cuanta pasión, cuanto entusiasmo, cuanto canto y loas han movido por dentro el corazón de los apóstoles los ojos y la piel, los gestos y las manos, la mirada y la voz del Resucitado, bellísimo más allá de toda imaginación, tan bello y cautivador que ni siquiera los ojos de sus discípulos sabían reconocer. Y ¿cuánta fuerza y cuánta paz ha dado aquella belleza, tan cercana y al mismo tiempo potente e insostenible? ¿Cuánto canto habrá movido e inspirado, cuántas oraciones e intimidad calurosísimas? Después de todas las palabras, los milagros, la verdad, los mandatos, debe haber sido la belleza de Jesús lo que empuja los pies de los apóstoles para subir en aquella barca, para embarcarse en la nave de la iglesia, contra todo y contra todos, solos y perseguidos, en la cárcel y apaleados, pero siempre felices y honorados. La belleza de Jesús resucitado no puede que estar a la par con su bondad y su omnipotencia, más atrayente y liberadora que cualquier otro amor y belleza.