Rojos de furia

Rojos de furia

Perdido el camino de la luz, han emprendido el camino de regreso. Un camino despejado de toda felicidad, cargado de toda desilusión, pero al menos de camino se trata. De grande, de verdaderamente grande, en estos dos primeros cristianos desilusionados y grises, existe el hecho que están aún en el camino, y por el camino puede suceder de todo, también el encuentro que te cambia la vida.
Aquella cruz sin alguna gloria, se había comido todo y aquel sepulcro vacío, después, se había masticado toda perspectiva y fe y había vomitado miedo y desilusión, desaliento y resignación. Cruz y sepulcro habían obstruido las puertas y no sólo aquellas del cenáculo. Estos dos, al menos, están en el camino, quizás sólo para olvidar, pero están aún en el camino.
Ningún recinto de muros, ningún convenio ni reunión, asamblea o consejo puede garantizar encuentros y realidad como el camino. Los dos sobre una cosa están de acuerdo entre ellos: sobre su tristeza demoledora. Están enfurecidos con un presente inaceptable y hacen lo que la mente sabe hacer mejor: se consuelan, demoliendo lo que los ha demolido, destituyendo a aquello de lo que han sido destituidos.
Los dos están tristes, el término griego etimológicamente significa: “rojos de furia”. El estado de ánimo de los dos de Emaús, descrito por el evangelio, no es de hecho sólo tristeza, no es sugestiva nostalgia, no es amarga desilusión, sino es rabia de las buenas, rabia terrible. Están rojos de furia. Se han sentido traicionados. Los eventos de la pasión son eventos inaceptables con respecto a la potencia del espíritu de liberación con la cual Jesús llenaba las plazas, el corazón y las perspectivas. Jesús los ha desilusionado profundamente.
Pero es justamente esta rabia demoledora que bloquea la visión, que impedía sus ojos, como dice el texto. Están impedidos en los ojos, para poder ver, ver y reconocer a Aquel que estaban buscando, tontos y lentos de corazón para alcanzar al que estaban persiguiendo. Y aún así, en medio de tanta oscura rabia y amarga desilusión, en medio a tanto exasperado espíritu de demolición, cerca de Jesús el corazón parte nuevamente: «¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?»
Puedes escuchar millares de voces que explican cosas, que halagan la mente con nuevas garantías, innumerables razonamientos e informaciones ventajosas, pero sólo ciertas personas, sólo ciertas voces enardecen el corazón en el pecho, hacen arder de amor dentro.
Y cuando arde en el pecho, el corazón calienta las venas, el conocimiento, las vísceras, los deseos y revela la proveniencia divina de quien te está hablando y la proveniencia divina de tu corazón.
Nadie, nadie en este mundo puede inducir, forzar, obligar a un corazón a entrar en resonancia hasta sentir el fuego dentro. El fuego dentro lo sientes sólo si, quién te habla, no te habla por sí solo, sino te habla con Dios en el corazón. Sólo Dios enardece el corazón. Y si verdaderamente el corazón te arde dentro, escuchando ciertas cosas o personas en lugar de otras, esto lo puedes saber sólo tu y nadie en este mundo puede convencerte de lo contrario. Satanás puede disfrazarse de ángel de luz, y también sus ministros se pueden disfrazar de ministros de la justicia (2Corintios 11,14), pero ninguno, ni hombre ni ángel, puede hacer arder el corazón en el pecho de un hombre con el sonido de su palabra si no viene de Dios. Es el fuego dentro que cambia las cosas, que abre nuevamente al viaje, que apacigua el ánimo, que transforma la roja furia en amor y el espíritu de demolición en pasión y fe activas. La iglesia no tiene otra posibilidad para vivir en esta tierra que volver a aprender a enardecer el corazón de los pueblos: para la iglesia, otra vía no existe. Poderes, jerarquías, libreas, instituciones se extinguirán como se han extinto los dinosaurios, porque ya no servirán para nada, serán rechazados y pisoteados como la sal que ha perdido el sabor. No haber entendido, con humilde honestidad intelectual, que las personas aman y creen sólo a lo que, lejos de todo sentimentalismo, enardece verdaderamente sus corazones y les hace arder de amor dentro; desestimar la inteligencia de la gente y de los pueblos, por cuanto sometidos y oprimidos en la ignorancia, ha sido un tremendo error de apreciación y de arrogancia. La iglesia, el pueblo de Dios, tiene por delante tiempos maravillosos cuanto oscuros, los más maravillosos y oscuros de toda la historia. Es la ocasión única para regresar humildemente sobre la vía de Emaús a hacerse enardecer el corazón hasta hacerlo quemar y consumir por la voz del Maestro y, con este fuego incandescente, calentar el alma y la mente, el corazón y las vísceras de los pueblos.