En esta sección cada día es posible encontrar una reflexión sobre el Evangelio del Día.

Domingo 2 Junio 2019

Ascensión del Señor – Año C

Palabra del día
Evangelio de Lucas 24,46-53

Arrolla

Se arrolla sobre los libros para vestirse de cultura. Se arrolla entre las charlas para tener siempre algo que decir.
Se arrolla entre los prejuicios para hacerse una opinión.
Se arrolla dentro del ropero para vestirse.
Se arrolla dentro de las extravagancias de todo tipo para ser original.
La mente se arrolla.
Se arrolla dondequiera y en cualquier caso. Sobre si misma, dentro de las ideologías, a través de las religiones, a lo largo de principios y convicciones.
Se arrolla sobre las humillaciones, los sentimientos de culpa, las heridas, los insultos, las derrotas, los fracasos, pero también sobre elogios, éxitos, halagos, victorias, triunfos. Se arrolla y se amanta de si misma y de todo lo que las otras mentes alrededor desean, se esperan, buscan, atienden.
La mente se arrolla y arrollándose se viste de aquello en que se arrolla, y puede ser todo y lo contrario de todo. La mente se reviste de todas las debilidades posibles y luego las llama calidades. Se reviste de todas las esclavitudes posibles y luego las llama nuevas posibilidades. Se reviste de todas las porquerías posibles y luego las llama virtudes. Se reviste de todo engaño que luego llama derechos.
La mente se arrolla, y nada le basta. Le es suficiente poco sal sobre la sopa de la noche para perder el sentido de la gratitud, levantar la voz, perder la serenidad, ver todo negro. La mente se arrolla sobre lo nada pero con tiempos y espacios parecidos sólo a las medidas cósmicas.
Es capaz de arrollarse por decenios sobre una palabra dicha, una promesa, una calumnia, un juicio, un acusación. Es capaz de arrollarse por un tiempo incalculable sobre un solo fracaso, un gesto desatendido, un chantaje sufrido. Puede ser suficiente una palabra mal dicha en un instante, luego de decenios de vida matrimonial, para extender aquel pequeño daño en un espacio sideral que agarra toda la vida y todo el cosmos, devasta toda paz, rallentiza toda actividad, cierra toda relación.
Y hasta que se arrolla, no afloja. Hasta que se arrolla dentro una preocupación, un deseo, una venganza, una esperanza, no afloja, no afloja un instante. Así haciendo se arrolla sobre si misma y se viste de si misma hasta el agotamiento, hasta crear un vórtice en el cual ella misma es fagocitada. Luego, saciada a muerte de sí misma, explota y enloquece. Pero no es este revestimiento mental que nuestra persona necesita para vivir y ser feliz.
Nuestra persona si se debe revestir, pero de otra cosa, es otro tipo de vestimenta que hace falta a la persona humana para vivir feliz. Se necesita de algo noble y perfumado para alabar dignamente al Señor de la vida, de fuerte y resistente en contra de las persecuciones del mundo, de resbaladizo como el aceite en contra de los ataques de los apegos, de algo que cubre en contra de las intemperies de las preocupaciones, pero de liviano para mantener toda agilidad.
Jesús sale al cielo.
La tentación de los apóstoles y de los discípulos es aquella de comenzar a arrollarse en los recuerdos, en los remordimientos o en fáciles entusiasmos de corto aliento. Nada de todo esto. Jesús pide de no mover un dedo hasta que no serán todos revestidos de potencia de lo alto. He aquí lo que vence el arrollarse devastador de la mente, el revestirse de potencia de lo alto a través de la efusión del Espíritu, el Espíritu que nos viene donado sin medida.
Jesús, al usual arrollarse de la mente para vestirse de convicciones y convenciones, opone con determinación y claridad el revestirse de potencia de lo alto.
Si hay una cosa en la cual nuestra mente puede permanecer fija e inamovible, determinada y resuelta, día y noche, y sin daño, es la oración incesante al Espíritu Consolador para ser revestidos en cada segundo de vida de la potencia de lo alto.
De rodillas, a brazos levantados, en el silencio en la intimidad, entre lágrimas de alegría o de dolor, en comunidad, con el canto más emocionante, por la calle en la ciudad, entre las cumbres o en los abismos, implorar el Espíritu de ser revestidos de la potencia de lo alto sin cansarse nunca. Esto cambia la vida por siempre.