En esta sección cada día es posible encontrar una reflexión sobre el Evangelio del Día.

Viernes 5 Abril 2024

Viernes de la octava de Pascua

Palabra del día
Evangelio de Juan 21,1-14

Pero, ¿cómo hace?

Pero, ¿cómo hace? ¿Cómo hace Jesús a no tomarlo en cuenta? ¿Cómo hace a hablar con Pedro como si Pedro no lo hubiese renegado por tres veces y no se hubiese escapado debajo de la cruz? ¿Cómo hace para tratar con los discípulos tan amablemente después que todos se han escapado y lo han dejado sólo debajo de la cruz? ¿Cómo hace para ser tan delicado, amante y amable incluso ahora que los encuentra de Resucitado, mientras muchos todavía están llenos de dudas y sospechas? ¿Cómo hace? ¿Cómo hace para esperarlos a la orilla del mar en paz y amabilidad total, sin ansia y agitación alguna, aun sabiendo perfectamente que sus discípulos llegan de una noche de pesca a perseguir un pescado que no se ha dejado pescar? ¿Cómo hace justamente a estos hombres débiles, llenos de ego, que se escapan de miedo, que buscan los primeros lugares, para conceder una pesca milagrosa que llena las redes y casi hace hundir los barcos? ¿Cómo hace para ser tan sereno y amante aun si los ojos de los suyos están todavía muy oscurecidos y sus corazones aun muy tardos y duros? ¿Es compasión divina? ¿Es amor sin límites? ¿Es misericordia visceral de Dios? Sí, pero es también otra cosa. ¿Y qué otra cosa puede haber además y más allá del amor de Dios?
Más allá del amor de Dios hay que el amor de Dios no es como nosotros pensamos que sea, y no es nunca como nosotros quisiéramos que fuera. El amor de Dios se expande y se mueve por amor y sólo por amor. El amor de Dios no nos penetra y no nos envuelve, completamente desde siempre y siempre, conmensurado a alguna forma de mérito, en proporción a nuestra respuesta de fe o de amor, ni según nuestra santidad o menos. La blasfemia más común es pensar que Dios nos ame y nos proteja conmensurando su amor con la dimensión del premio o de la apreciación, o peor aun que su amor pueda tomar partido por alguien con perjuicio de alguien más. El amor de Dios nunca toma partido por nadie, nunca y nunca jamás podrá ocurrir que las  montañas de nuestros pecados y maldades puedan disminuir por un sólo instante su amor. El amor de Dios es incomprensible para nuestros ojos, para nuestro razonamiento y para nuestras capacidades comprensivas. El amor de Dios no sigue los mecanismos preconcebidos, la dureza de los preceptos, la frialdad de las leyes, las sentencias de los tribunales, las medidas de las conveniencias, las estrategias del interés, la prepotencia mordaz de los chantajes. Pero, ¿cómo hace? La pregunta no es: ¿cómo hace? sino, ¿quién es? ¿Quién es Él, que puede amar así, que ama de esta manera para nosotros desconocida e incognoscible? Juan responde por todos: es el Señor. Juan reconoce a su Señor por la manera de amar. Porque Juan ama tanto a Jesús, que ama en Jesús su manera divina y desconocida de amar y entonces logra reconocerlo dondequiera y siempre. Juan reconoce inmediatamente al Señor porque Juan ama en sí mismo el amor inconmensurable en el cual él esta inmerso en el corazón de Jesús. El hombre debería amar a sí mismo y a los hermanos por lo menos por el amor en el cual cada uno está inmerso en el corazón de Dios. El hombre debería aprender a reconocer a sí mismo y a los demás aun sólo por el amor y la misericordia divinos de los cuales somos parte. Estamos literalmente, fisiológicamente, electroquímicamente, energéticamente inmersos en el océano del amor divino que quedará por nosotros desconocido e incognoscible hasta que no elegiremos libremente y por amor sumergirnos dentro completa y conscientemente. El amor de Dios ama en nosotros incluso el amor del cual nos hace don, la misericordia con la cual nos envuelve y perdona. Aprender a amar en nosotros y en los demás cada instante el amor de Dios es la manera más eficaz para aprender a conocernos y a reconocernos. No se puede amar quien no se reconoce. En este sentido la frase más terrible del evangelio se lee cuando, a través de la parábola, Jesús nos recuerda que un día, después de haber vivido una vida entera sobre esta tierra inmersos en este amor divino, si no habremos querido sumergirnos también nosotros completamente por amor en el océano del amor de Dios, a las puertas del paraíso se nos dirá: lejos de aquí, no les reconozco. Pedro no logra reconocer a Jesús, porque Pedro vive Jesús todavía en el plano de un amor debido más que encantado, posesivo más que liberador, basado en los méritos más que amable y lleno de gracia. Pedro aun no lo reconoce, pero tiene el buen sentido y la humildad – óptimas dotes para volverse pastor de la primera iglesia – de confiar en el grito amante de Juan, en la profecía que ve más allá y primero. Pedro confía en la palabra de Juan y se echa a la mar para ir hacia Jesús, es la primera zambullida de Pedro en el inmenso, imprevisible, inescrutable océano del amor de Dios. Con aquella zambullida hacia Jesús, Pedro, el pastor, ha cumplido su Bautismo, su inmersión en Dios, su consagración a Jesús en el Santo Paráclito. Cuando la iglesia ya no tiene el buen sentido y la humildad de escuchar la profecía de los amantes de Dios, pierde inmediatamente su inmersión en el amor de Dios, su unidad con el mandato de Jesús. No sentir este amor de Dios, que todo envuelve, genera, guía, protege, ilumina, calienta, libera, salva, es la más grande pérdida de la humanidad, el más gigantesco palo entre las ruedas de su progresar. Una oración podría salvarnos, una oración incesante, sincrónica, en la cual sumergirnos como en un mar: Ama en nosotros, Señor Dios, el amor con el cual nos amas. Quienquiera llenará con estas palabras el propio diálogo interior espiritual y mental, día y noche, será por Dios desadeudado de todas sus deudas, será salvo del Maligno y liberado del mal y podrá reconocer a su Señor y por él ser reconocido. Esta oración es el pasaporte para quien querrá cruzar la frontera de esta generación hacia la nueva evolución en el Espíritu Paráclito.