Astucia
La miseria vuelve ladrones y vengativos. La miseria más peligrosa es la mala percepción de sí. Es la miseria que deriva del no amor por sí mismos, del no percibirse como espléndidas y amadísimas criaturas, hijos inmortales de Dios y de su misericordia. No amar a sí mismos impide cualquier amor para los otros e interrumpe toda posible relación con Dios.
Este estado mental y espiritual de percepción corrupta y nociva de nosotros mismos y por lo tanto de Dios ha generado en nosotros, escondido y potente, un abismal sentido de desconfianza hacia nuestra misma persona y la vida en general. El efecto matemático de este estado mental y espiritual es por un lado una profunda rabia y sed de venganza por las heridas recibidas y por el otro una inextirpable necesidad de sentirnos importantes para los otros y visibles, prepotentemente visibles para el mundo.
Poder, éxito, imagen, riqueza efímera son las posibilidades preferidas por la mente para satisfacer esta necesidad de visibilidad y esto nos vuelve malos administradores de nuestra persona, de nuestros dones y de la vida que Dios nos ha donado.
Este estado de infelicidad y el miedo que nos falte siempre algo nos vuelven tendencialmente miseros dentro, ladrones y estafadores fuera, emotivamente siempre posesivos. El dinero a este punto se vuelve una divinidad, se vuelve el medio con el cual realizar los deseos sin usar la potencia de la fe, sustituye la energía del Espíritu que todo crea y dispone según nuestros deseos y los deseos de Dios. Se opone al crecimiento armonioso de la persona como ser capaz de perfecta autonomía e interdependencia, amablemente ligada sólo a la providencia divina. Apaga toda real inteligencia creativa y espiritual. Y es así que el administrador estafador traiciona su dueño, pero en realidad ha sido estafado por el dinero. El dinero, pero, en sí aun no es el enemigo número uno de la humanidad.
Lo que hace imposible cualquier proceso de verdadera resurrección y renacimiento interior no es el injusto uso del dinero, no es la mala administración de nuestra existencia.
La más alta expresión de la victoria del diablo sobre la inteligencia humana, su más alto golpe de genio no es sólo inducirnos a cumplir el mal, a herirnos de cualquier forma entre nosotros, a cumplir toda forma de injusticia y atropello, sino que es la justificación del mismo mal. La justificación es la plaga mental y espiritual más endémica y difundida, más devastadora que todo otro mal, porque nada propaga en el mundo el mal como la justificación del mal.
El administrador de la parábola, que ha servido de engañado el dios dinero y ha robado gravemente en perjuicio de la propiedad del dueño, es descubierto, denunciado. Aquí el golpe de genio del Espíritu Santo que en el hombre no apaga jamás el propio canto y la propia luz: el administrador acusa el golpe, no se justifica, no se defiende. No mitiga de alguna manera el daño causado. Y la cosa aun más asombrosa y elevada, fruto del Espíritu, maravilla del universo, es que delante de la realidad, delante de sus responsabilidades, delante de su dueño, el administrador no porfía. No porfía absolutamente. El daño es daño, el mal es mal. El administrador ama la riqueza, odia la pobreza, la miseria, el servilismo, pero no se justifica, no busca atenuantes, no busca pretextos. Su cargo privilegiado de administrador está quitado, pero puede todavía ganar todo si todo vuelve a poner en juego. No titubea un sólo instante, no tiene dudas, sabe que todo está perdido pero no se disculpa, no se justifica, no se lamenta, no pierde un sólo instante. Decide, organiza, hace, vence. Usa su prestigio de administrador, usa su astucia de ladrón y estafador para descontar las deudas de los acreedores y se asegura para siempre la riqueza de su simpatía y de su apoyo económico.
Incluso el dueño no puede que elogiar semejante astucia y la más total ausencia de la más pequeña justificación.
La justificación es un insulto a nuestra inteligencia y a la presencia del Espíritu en nosotros, nos hace vulnerables, miseros, egoístas, limitados, estúpidos. Apaga la potencia de la fe y del deseo. Justificar y justificarnos dondequiera y siempre es el estado de animo que más quita alegría y potencia a la vida.
Desde pequeños hemos respirado la justificación como aproximación a la realidad, como solución de los problemas, como procedimiento espiritual signo de virtud y abnegación.
Quien hace el mal y crea daño, según el procedimiento del evangelio, siempre se tiene que perdonar en nombre de Dios, como Dios perdona siempre. Siempre según la Palabra del evangelio el mal y el daño no hay que justificarlos jamás, avalarlos jamás, atenuarlos jamás. El mal viene de Satanás, justificar el mal es amar a Satanás, quererlo salvar, estar de acuerdo con él, abrazar su estrategia destructiva. Justificar es el acto de adoración del demonio más común que exista.
Pero, ¿por qué justificar es tan fácil y difundido? Simple. El acto de justificar en nuestra ignorancia es muy similar a perdonar, crea un placer sutil e irresistible, nos hace sentir buenos, falsamente buenos, nos hace sentir mejores, nos hace sentir perversamente superiores, elevados, jueces universales. Nos hace sentir dios.
He aquí el poder de la justificación. Es un acto de subordinación adorante al demonio y al mismo tiempo nos hace sentir que somos superiores, como un dios. El perdón verdadero nos obliga a un gran salto de amor, pero es una lucha potente en contra de nuestro orgullo herido y nos acerca al corazón de Dios, la justificación en cambio nos hace sentir unas divinidades y nos empuja en los brazos de Satanás.