Sorpresa
El ciego grita. La gente regaña. El ciego grita que ya no quiere más ser ciego. La gente lo reprende porque no hay manera de cambiar aquella situación. El ciego implora, intuye que para abrir los ojos debe iniciar a pedir piedad, la gente está convencida más que nunca que el ciego no puede que estar ciego y que tiene que dejar de molestar. El ciego implora, la gente deplora. El ciego percibe en Jesús el Señor de la vida que puede permitirle no ser más ciego, la gente lo amonesta convencida que no se pueda hacer otra cosa que volver a echar aquel ciego en la inevitabilidad de su condición. El ciego ve en Jesús que todo puede cambiar, la gente prefiere pensar que nada debe cambiar, porque sólo puede cambiar para peor. Es así que el hombre se ha acostumbrado a la ceguera intelectual y espiritual, a la miseria, a la falta de salud, a las contrariedades, a la infelicidad como si fueran su destino ineluctable, su cruz honorable, la voluntad divina santificante. La gente se ha acostumbrado a la condición del ciego, el ciego todavía no, Jesús nunca lo ha hecho, nunca lo hará.
Todos, amigos y enemigos, se acostumbrarán a tu condición, incluso tu podrías hacerlo, pero Dios no, Dios no se acostumbrará nunca al hecho que tu no eres según la riqueza y el esplendor de tu ser divino. Puedes contar con esto y en esto Dios te sorprenderá siempre y para siempre. La verdadera sorpresa del ciego, al encontrar a Jesús, ha sido redescubrir a sí mismo y asombrarse al constatar como Jesús fuera totalmente de acuerdo, listo y puntual en secundar su deseo de ver. Cuando veremos a Dios la sorpresa más grande será que veremos a nosotros mismos como él nos había pensado y deseado.
El ciego grita, reconoce a su Señor e implora piedad, y Jesús transforma su deseo, nunca apagado, en luz e iluminación, así que aquel pobre ciego reconozca a sí mismo. Todos los demás que amonestaban se han quedado ciegos, oscuros, estúpidos y sin voz.