En esta sección cada día es posible encontrar una reflexión sobre el Evangelio del Día.

Domingo 14 Febrero 2021

Sexto Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo B

Palabra del día
Evangelio de Marcos 1,40-45

Movido desde las víceras

Cada síntoma, desde el más ligero y soportable hasta el más severo y doloroso, puede ser afrontado en dos maneras distintas. La primera prevé la intervención terapéutica con curas y tratamientos adecuados para aliviar o eliminar los síntomas. Este es el tratamiento sintomático y tiene como objetivo principal hacer sentir mejor físicamente a quien tiene el problema. Era el tratamiento médico reservado a los esclavos, para que regresaran al trabajo lo antes posible, tratamiento médico llevado a cabo por los mismos esclavos para los esclavos enfermos. Los primeros médicos fueron, de hecho, esclavos que por sus conocimientos adquirían privilegios respecto a los esclavos comunes.
En los tiempos más antiguos, la medicina no era practicada por hombres libres, sólo más tarde los conocimientos médicos de los esclavos fueron reconocidos útiles también por el amo y por los hombres libres. Desde allí, la ciencia médica del esclavo cambió completamente objetivo. Y fue así que, justamente en la búsqueda de sanar al amo, al rico, se hizo necesario proceder hacia una segunda forma de terapia, la terapia etiopatogénica. Es la terapia orientada a conocer y resolver la causa del síntoma, con el objetivo principal de una sanación integral de la persona en todas sus dimensiones. Es el tratamiento, el método, que busca precisamente conocer la causa (etio) del síntoma de dolor (pato) y su origen (genética). Los esclavos curaban a los esclavos con el método sintomático, mientras que curaban a los amos con el método etiopatogénico. Así pues, más allá que esmerarse por la cura completa del síntoma, es posible apreciar y propender también por la sanación completa e integral de la persona.
Polvo fiel en cada paso, mucho el camino y siempre para los pies del Maestro. Países, pueblos, sinagogas, casas y plazas. Alborotos, gritos, peleas, susurros y saludos, miradas y roces, hombres, mujeres, niños. Entre todos se hace espacio, y en este caso el espacio se hace más grande del usual, un leproso. Harapos hechos jirones, carne y piel desgarradas, vendas, olor, sangre. Salen palabras extrañas, palabras ilógicas, irracionales, nunca dichas a un hombre, porque a ningún hombre se le puede decir: Si quieres, puedes purificarme.
Pero aquí no hay burla, tomada de pelo, las rodillas a tierra, es más, el rostro a tierra en el polvo, a algunos centímetros de las sandalias del Maestro. El leproso pide aquello que no se puede pedir, sin embargo lo pide igualmente, rostro a tierra, es más, no pide, afirma un dato, una realidad adquirida y cierta, sin dudas ni lagunas, afirma lo imposible que en alguna parte de su alma es una certeza: Si quieres, puedes purificarme.
El leproso alza los ojos y se encuentra con los ojos de Dios, son lúcidos y brillantes, nublados por una lágrima. El Maestro está visiblemente emocionado - dice el texto: conmovido, literalmente fue movido desde las vísceras – mientras mira y se encuentra con los ojos, la piel, el alma y el corazón de este leproso. El respiro se hace profundo, casi un suspiro intraducible de ternura y gracia, poder e inmensidad. El leproso se siente aturdido por su mismo pedido, acogido tembloroso de aquella mirada, de aquel respiro tan tranquilo y acogedor, el respiro de Dios. La gente está inmóvil, silenciosa, en espera. La sanación ocurre, como un rayo silencioso, una sanación total, completa, poderosa.
Las vendas caen a tierra con la lepra. La vergüenza le da paso al estupor, la belleza recobrada, y parte del cuerpo se desnuda bajo los reflejos del sol y de la curiosidad. Hombros, brazos, manos, rostro, piernas, la piel es bella, el cuerpo es bello, brillante, con nuevo tejido divino. El leproso se ha sanado. La gente grita, empuja, se remese toda nuevamente, la paz se ha perdido. El leproso es sacudido entre curiosidad y estupor, sospecho y temor, la confusión incontrolable genera inquietud y nada queda en la paz y en la gracia.
Jesús se encuentra, una vez más, con los ojos de su hijo ex leproso y ordena con firmeza de completar la obra de sanación con el testimonio a los sacerdotes de la sinagoga. El curado es incontenible, irrefrenable, incontrolable. El curado no capta que en las palabras de Jesús hay algo tan poderoso e importante como e incluso más que la misma sanación. En aquel pedido de testificación a los sacerdotes según la ley de Moisés, podía ocurrir no sólo el milagro de la sanación, sino el cumplimiento de la salvación.
El leproso quería curarse, quería resolver un problema, quería estar mejor. Quería una solución sintomática. Comprensible, obvio, normal, humano, pero no divino.
A nosotros, los hombres, nos basta estar mejor, resolver el problema, hacer callar a los síntomas de nuestras desarmonías y sufrimientos, a Dios le interesa nuestra sanación total, nuestra salvación integral, completa, interior y física. Nosotros apuntamos hacia lo particular, al síntoma, a la espina en el costado, al problema que fastidia o adolora, Dios mira hacia el interior, al espíritu, a la totalidad y a la verdadera y real integridad de la persona. El hombre se fija en el síntoma, Dios nos enseña a sanar la causa que genera nuestros sufrimientos. Toda la vida y la Palabra del Señor son en esta dirección, dirección divina.
Al Señor le interesa la sanación del leproso, pero aún más, si se puede decir, la salvación de aquel hijo y, en aquel hijo, abrir la salvación a todos los hijos. Jesús desea para nosotros la profunda mutación interior y Él sólo sabe que esto lleva además, como agradable efecto colateral, la cura y la salud del cuerpo y de la mente.
Jesús no quiere ser considerado un sanador, una solución fácil y a la vez poderosa a los problemas de la humanidad, quiere y desea ser amado y vivido como la salvación integral del hombre y de la mujer. A Jesús le interesa mostrar a nuestra conciencia como funcionan causa y efecto entre el estado de nuestro mundo interior y el estado de nuestro mundo más externo. Y en medio a todo aquel irrefrenable e inalcanzable empolvado frenesí humano, la multitud patalea de preguntas y ,de los gritos y de las manos extendidas, surgen otros diez, cientos, miles de pedidos de ayuda, de solución, de sanación.
La paz se ha perdido. El milagro ha abierto una puerta a la fe, a la comprensión, a la conversión, a una nueva posibilidad de diálogo entre el hombre y Dios, pero al mismo tiempo ha derribado una diga y el río de las esperas, del miedo, de la prisa, de los deseos, dispersa todo en un plano ilógico, incontrolable, fumoso, complicado.
Es así que el movido desde las vísceras de Jesús se transforma en lo despidió, advirtiéndole severamente, literalmente: y resoplando con él, lo echó enseguida. Conmoverse y resoplar por la misma humanidad, por la misma extraordinaria bellísima y agitadísima humanidad. Una humanidad implorante y de rodillas adorante, pero que tiene dificultad para captar el verdadero significado de la cura integral, es más no le interesa en absoluto.
El conmoverse y el resoplar de Jesús en este episodio no pueden que arrancarnos una dulcísima y graciosa sonrisa por toda la escena. Por la paciencia de Dios y por la intratable desordenada obtusidad del hombre. Por la gracia y la paz de la conmoción divina y el obstinado pícaro candor de una humanidad que, aún pudiendo tener la salvación eterna al alcance de las manos, se entusiasma, traviesa y vivaz, por un frasco de mermelada apenas robado.